Para jóvenes
Mi éxito no dependía de la fuerza personal, sino de Dios, a quien la Biblia llama “la fortaleza de mi vida”.
Recurrí a la oración y dejé de lado cómo quería que resultaran las cosas, confiando, en cambio, a Dios cada aspecto de mi vida.
Mejoré en reconocer y descartar los pensamientos negativos disfrazados de mi propio pensamiento, reemplazándolos con lo que sabía que era verdad sobre mí por ser la expresión de Dios.
Quería que mis compañeros me reconocieran como “perfecta”, porque pensaba que a la gente le agradaría más si no tuviera defectos.
Estaba completamente libre de ira, resentimiento, ansiedad y culpa. Solo sentía amor y perdón.
Estaba de camino a la curación, aunque en ese momento no podía verlo.
Cuando regresé a la escuela, recordé que los ángeles de Dios me protegían y que podía dejar que ellos me guiaran.
Me di cuenta de que podía enfrentar ese miedo y el desafío del asma como hizo David en la historia de David y Goliat.
Ahora entiendo mucho mejor que la tristeza no es más poderosa que la alegría y que nada puede separarme, ni a mí ni a nadie, del amor de Dios.
También llegué a darme cuenta de que puesto que Dios no viene con cargas emocionales ni tiene malas cualidades, mi identidad como Su creación no es una mezcla de bien y de mal.